UN NUEVO PARADIGMA



¿De qué hablamos cuando hablamos de cuerpo?

Nuestro cuerpo no es sólo nuestro cuerpo físico. No es sólo este conglomerado de músculos, huesos y órganos que se agrupan de una determinada manera y tienen un determinado funcionamiento.
Nuestro cuerpo también está habitado por todo lo que Somos…nuestras emociones, nuestros miedos, nuestros sueños, nuestras vivencias. Cada una de estas experiencias está entramada en el cuerpo y se suma a su totalidad.
No hay un conjunto de partes sino que hay un todo entrelazado. Este todo se va constituyendo a lo largo de la vida y va adoptando distintas formas según lo que vamos transitando.
Por eso, cuando percibimos y evaluamos nuestro cuerpo, en realidad estamos haciendo (en general sin saberlo) un balance de todo esto que Somos. No hay posibilidad de establecer una diferencia entre lo que sentimos cuando éramos niños con lo que nos pasa (por ejemplo) en la columna. O entre lo que nos sucede con nuestra pareja y lo que nos dice el hígado o el riñón.
Todo “habla” al mismo tiempo. El problema es que nacimos y vivimos en una cultura disociada. Que no nos enseñó a escuchar al cuerpo y a comprenderlo. El cuerpo está concebido como una máquina que eventualmente se avería y necesita ser reparada. Por esa razón, el sistema de salud muchas veces es funcional a esta creencia. Y los médicos hacen a las veces de mecánicos. Se convencen a sí mismos (y convencen a sus pacientes) de que un determinado problema físico está exclusivamente generado por una disfunción en la materia. Y de esta manera disocian todo “el resto” de la vida de la persona. “Si usted tiene problemas emocionales o está muy estresado, vaya a hablar con el psicólogo”, suele ser una indicación frecuente en las consultas médicas.
No hay una escuela que nos enseñe que cuando el cuerpo habla está hablando toda la vida de esa persona. ¿Cómo podemos suponer que nuestro cuerpo es indiferente a cada evento que sucede en nuestras vidas? ¿Cómo llegamos a creer en esta separación?
Por más esfuerzo intelectual que queramos hacer, no hay manera de decir: este es mi hígado y esta es mi irritabilidad o este es mi pulmón y esta es mi tristeza. Estamos hablando de lo mismo, al mismo tiempo. 




¿Qué son las emociones?

Las emociones son estados, maneras de sentirse. Para la medicina pertenecen al mundo de la subjetividad. Por lo tanto se conciben como algo impreciso, desdibujado, más bien etéreo, que ocasionalmente toman a la persona por asalto y vaya uno a saber de dónde vienen y adónde van.
Se les adjudica un origen confuso y un destino aún más oscuro, contribuyendo de esta forma a seguir disociando las experiencias. Así entonces, se les aplica un análisis y un tratamiento parecido a lo que se hace con lo que pasa en el cuerpo.
“Eso vaya a hablarlo con el especialista” (que para este caso sería un psiquiatra o un psicólogo), dice el doctor. “Yo me ocupo de su cuerpo”, en el mejor de los casos.
Entonces se va propiciando esta idea de compartimentos estancos. En este cajón pongo al dolor de cabeza, en este otro a los ataques de pánico, en aquél a los cálculos biliares y en el de más allá a la bronca que me genera mi jefe.
Por eso es muy común que al tener que hablar de sus emociones, mucha gente no sepa por dónde empezar ni cómo hacerlo. Ya que más bien tienden a ser despreciadas y silenciadas por la “conciencia”. “Mejor no te metas ahí porque te vas a enredar”, dice la voz popular. O, “eso déjaselo a los locos”.
Pero la realidad es que las emociones son tan concretas y frecuentes como el aire que respiramos. No vienen de la nada ni de ningún maleficio que nos hicieron por ahí. Son estados que surgen desde nuestras entrañas. Son maneras que encontramos de reaccionar a lo que la vida nos va trayendo. Nos enojamos cuando algo no nos gusta o nos molesta, nos ponemos tristes cuando afrontamos una pérdida, nos decepcionamos cuando algo no sale como queríamos, nos asustamos cuando escuchamos malas noticias, etc.
Y cada uno de esos estados hace a nuestro Ser y a nuestra manera de estar en el mundo. Van contribuyendo a crear una cierta personalidad con determinados comportamientos, hábitos, pensamientos, creencias, y también con ciertas dolencias físicas que resultan ser bastante coherentes (por su localización y su intensidad) con esas emociones.
Lo que atestiguamos es un entramado complejo donde no sabemos bien qué sucedió primero pero sí podemos observar que, por ejemplo, durante muchos años de mi vida reprimí la bronca y en algún momento me diagnosticaron una hepatitis crónica o un hígado graso.
Una vez más podemos ver el empeño que hay en tratar de separar lo que es inseparable.
Las emociones son el registro que vamos teniendo de lo que nos pasa. Están siempre presentes y acompañando nuestras vivencias. No hace falta tenerles miedo porque eso es lo que Somos, lo que nos constituye, lo que nos entrama con el río de la vida.
La pregunta es: ¿qué hacemos con eso que sentimos?



Las “causas”:

El cuerpo es más ponderado que las emociones porque da por lo general, señales concretas y objetivas de que algo anda mal en tal sitio. Y entonces se busca una causa específica que explique ese mal.
Cuando los médicos dan con una causa que les parece evidente e irrefutable dicen: “ tal enfermedad es producida por tal cosa”. Este juicio queda asentado como una reliquia en los anales de la historia de la medicina. Y no hay apelación posible.
Casi siempre, las “causas” que se encuentran provienen del mundo “exterior”. Si no son los microbios, es un traumatismo o es la herencia o es una célula que se volvió loca a partir de un estímulo “x” que proviene de alguna noxa tóxica, alimentaria o de algún hábito nocivo, como el tabaco o el alcohol.
Y luego hay una larga lista de padecimientos donde no se conoce la “causa”. Estas enfermedades o síndromes se agrupan como psicosomáticos, multicausales o simplemente “de causa desconocida”. Lo cual lleva muchas veces a la desesperación a más de un paciente que se dedica a visitar a múltiples especialistas para ver si pueden dar con la bendita “causa” de lo que le pasa. Y cada quien dice una cosa diferente.
Lo cierto es que esa desesperación por encontrar una causa responde a una ansiedad muy instalada por esta cultura de la modernidad en donde todo tiene que tener una explicación inmediata y satisfactoria. Eso nos desconectó bastante de la posibilidad de aceptar y de vivir los procesos tal y como son. Ya que Todo lo que pasa en un proceso de desequilibrio o enfermedad es bastante más complejo y variable como para adjudicárselo a una sola causa.
La sensación que nos trae la vida es que más que causas específicas, hay procesos orgánicos que se van desplegando, tomando una forma y una determinada dirección y en algún momento se manifiestan en el cuerpo físico a través de síntomas.
Podríamos preguntarnos entonces… ¿hay alguna forma de saber cómo y cuándo empezó todo?    


Armando la historia…

La mayoría de nosotros llegamos a este mundo con cuerpos sanos y vitales. Cuando crecemos muchas veces nos preguntamos dónde quedó ese cuerpo tan dócil, flexible, que toleraba y metabolizaba con eficacia los desafíos que se iban presentando.
No sabemos bien cómo pero sucedió que nuestros cuerpos adultos se fueron acostumbrando a convivir con tensiones, dolores y malestares que a veces se cronificaron.
¿Qué es lo que fue pasando entonces para que las cosas se dieran así? ¿Qué es lo que va sembrando el camino de la enfermedad?
Creo que una de las cuestiones fundamentales tiene que ver con qué es lo que hicimos con nuestras emociones.
Si partimos de la base de que no nacemos en un entorno que propicie y habilite compartir lo que nos pasa y tratar de comprenderlo, estimamos que todo eso que vamos sintiendo se va almacenando en algún lugar. Y ese lugar es el cuerpo físico.
Un duelo mal resuelto deja un estado de angustia y melancolía sostenido en el tiempo que puede asociarse a problemas respiratorios o circulatorios.  Un conflicto mal resuelto a veces genera rencor y remordimientos que duran años y eso va de la mano de una gastritis o un problema hepático o biliar.
Podemos establecer una diferencia entre las emociones “nobles” y sanadoras como la tristeza o la bronca cuando acciona un cambio. Y las emociones “densas” y enfermizas como el rencor, la culpa y el miedo que paraliza.
Suele suceder que estas últimas derivan de las primeras justamente porque esas emociones más nobles y sanadoras no pudieron expresarse adecuadamente. 



Los niveles de experiencia…

Podemos ver entonces que en nosotros hay varios niveles de experiencia conviviendo al mismo tiempo. En general nos es más fácil enfocarnos en los niveles más superficiales, como son nuestras reacciones físicas o emocionales. Hay un hábito cultural que sostiene eso.
Esta cultura de la inmediatez no nos habilita a que paremos la pelota y reflexionemos sobre lo que nos pasa. Sino más bien nos impulsa a que encontremos soluciones rápidas para resolver los “obstáculos” que se nos presentan. Por eso existen los anti todo (anti inflamatorios, anti espasmódicos, anti envejecimiento, etc). 
El tema es que estos supuestos obstáculos son la puerta de acceso que tenemos para ingresar a un nivel más profundo de experiencia acerca de lo que nos pasa. En lugar de taparlos y suprimirlos tenemos la opción de aprovecharlos para reflexionar acerca de lo que nos están mostrando.
Y si nos atrevemos a hacer ese movimiento, empezamos a descubrir que en nuestra experiencia hay en realidad algo más que síntomas y reacciones. Hay también un espacio no muy fácil de detectar desde el cual se erigen todas esas manifestaciones.
Ese espacio es nuestro centro vital donde confluyen todas nuestras creencias y nuestras construcciones acerca de quiénes somos. Ahí es donde vive el pasado, nuestra historia personal, la que nos venimos contando desde que tenemos memoria… y la que nos contaron. 
Es desde ahí que armamos nuestro destino y nuestras circunstancias. El problema es que raramente somos conscientes de esto y entonces pasamos a ser víctimas de nuestras propias decisiones y creaciones y muchas veces se las adjudicamos a los demás. 
Estamos hablando de lo que llamamos identidad. Solemos identificarnos fuertemente con quienes creemos ser sin cuestionarlo. Pero en definitiva, esa identidad se construyó a partir de programaciones sociales y culturales. Y si hacemos caso omiso de esta situación, nos dedicamos a repetir y sostener patrones y mecanismos. Esa es la base del sufrimiento.



Qué hay más allá de la identidad…

Nuestro centro vital no es en realidad nuestra identidad o nuestra personalidad. Los patrones y programaciones van apropiándose de la energía disponible que hay en ese centro, que es nuestra energía esencial.
Más allá de las pautas y las creencias existe la libertad para ser quienes somos en realidad.
Somos seres talentosos, creativos, dotados de una potencia peculiar y única. Cada quien dispone de una serie de cualidades que nacen con nosotros y que requieren ser recordadas despertadas. Es recién cuando decidimos quitar el polvo que recubre a este templo sagrado que podemos apreciar y dimensionar lo valioso que es lo que nos habita.
Pero para esto tenemos que estar dispuestos a dar el salto hacia aquello que es incierto y desconocido y que hasta incluso puede resultar amenazante. No es el camino fácil pero es el camino que tiene corazón. Y no es fácil porque para tomarlo necesitamos transformarnos y la transformación duele e incomoda.
Siempre es más fácil fijarnos a lo que ya conocemos. Nuestros hábitos y rutinas nos llevan una y otra vez a ese lugar. Pero siempre tenemos la oportunidad de girar el timón y volver a recordarnos…

  


A qué llamamos sensación vital…

Habiendo hecho esta primera parte del viaje del discernimiento, podemos investigar ahora más a fondo en esta instancia que conocemos como sensación vital.
Básicamente es todo aquello que está más allá de las emociones, los pensamientos, los deseos, los sueños, etc. Y es a la vez lo que de alguna manera sabotea a ese centro vital del que hablamos desde el cual se estructuran todos los otros niveles de experiencia. Es el centro operativo de comando de toda nuestra realidad. Donde confluyen todos los patrones y programaciones.
Se trata de un entramado de creencias y sensaciones que hace que veamos y experimentemos nuestra vida de una determinada manera.
Y es ahí precisamente adonde pretendemos llegar cada vez que intentamos transformarnos.
Por esa razón es que no es tan habitual que podamos llegar y acceder a ese espacio perceptivo profundo.  Más bien nos distraemos con nuestros pensamientos y emociones y con las reacciones físicas que éstos nos generan.
Hay todo un acuerdo sociocultural sostenido desde hace mucho tiempo que valida esta tendencia y le quita crédito a cualquier reflexión más profunda que podamos hacer con lo que nos pasa.
Por eso constituye un gran desafío atreverse a parar ese mundo ruidoso y vertiginoso para vernos y comprendernos en una dimensión más profunda.



Dice Joan Garriga acerca de las Constelaciones Familiares...

"Una constelación no hace el trabajo, el trabajo lo hace cada persona con su receptividad, su atención a sí misma, su compromiso a tomarse en serio su vida. Y en realidad no hay otro trabajo que el proceso que la constelación desencadena. No existe otra cosa que el proceso de acompañarse a uno mismo, tener presentes los vínculos importantes y orientarse de la manera más sabia para que nadie tenga que sufrir y para que uno pueda estar mejor. No hay otra opción que responsabilizarse y hacer recaer en nuestra propia fuerza la gestión de nuestra vida y de nuestros vínculos."

Creo que lo mismo se puede decir acerca de cómo actúa un buen remedio homeopático...

El remedio activa, facilita y desencadena un proceso que le corresponde exclusivamente a cada quien, poder habitarlo y transitarlo. La oportunidad está en nuestras manos y somos sólo nosotros quienes podemos decidir hacer algo bueno con eso.

Está en nosotros la capacidad de transformarnos y sanarnos, así como también está en nosotros la posibilidad de optar por el camino de la negación y el sufrimiento.


Asumamos nuestro compromiso con nuestro corazón!


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